El que tiene sed, de Abelardo Castillo
Por Nicolás Villarino
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Alguna vez, en un cuarto en Buenos Aires, escuché decir al crítico literario Maximiliano Tomas: estamos ante la novela argentina sobre el alcoholismo. Y es que con El que tiene sed, para Abelardo Castillo (1935-2017) se trata del alcoholismo presente en doble vertiente, tanto en la ficción como en la realidad del autor. Se verá cómo desciende junto al personaje principal, Esteban Espósito, al fondo de un abismo del cual nunca pareciera llegar a tocar fondo... quizás, en un intento de establecer un límite, un parate, a esa inercia que lo arrastra por los suelos (a veces, hasta literalmente): desde romper el pico de una botella de whisky contra la mesada de una cocina, para despejar el incómodo gotero, hasta una serie de situaciones en las que reina el traspié: desde ver al protagonista afrontar de una manera bastante incómoda una conferencia, hasta verlo luchar contra sí mismo, contra su cuerpo, el tiempo y la memoria, durante un viaje a Córdoba; o cuando seduce a una mujer joven desconocida en un taxi, para luego ser víctima de una golpiza sin piedad por parte del conductor al no pagarle. También se puede ver en cierto momento la extraña relación que el personaje traba con un psiquiatra, entre la erudición, la discusión, la ironía y el maltrato. Para profundizar y expresar con más precisión uno de estos momentos, es interesante ver cuando Espósito (d)escribe una de sus tantas vivencias de dipsómano (no por ello menos trágica): despierta de golpe, sin abrir los ojos, y se siente aterrado y cubierto de sudor. Sabía que era temprano, por la mañana, ya que algo de luz percibió a través de los párpados cerrados. Un conjunto de sensaciones corporales lo acechaba. Le latía el corazón, como si le dieran mazazos, “al ritmo del mundo, que se bamboleaba y saltaba y caía como si estuviera a punto de partirse como un huevo”. También sentía un dolor punzante en el cráneo, alrededor del parietal izquierdo. Sentía mucha sed, y unas ganas increíbles de tomar whisky, y agrega a todo ésto que no sabía en donde se encontraba.
“¿Qué era? ¿Un golpe? O el lógico dolor de cabeza, primero de los castigos o agonías que siguen a eso que los libros llaman una noche de juerga, pero que él, Esteban Espósito, treinta y tres años, ex futuro maestro de su generación, había aceptado llamar finalmente con el más apropiado nombre de alcoholismo crónico, en un acto de coraje que un mes atrás lo había ennoblecido hasta la Bienaventuranza ante el espejo del baño, pero que no modificó en absoluto su vinculación cada día más estrecha con el whisky y la ginebra, si bien siempre le quedaba el consuelo intelectual de sentirse dueño (todavía) de una lucidez implacable”
A lo largo de la novela, se verá cómo cada situación pone a prueba al personaje principal, pero también a su autor, quien se encuentra altamente implicado en la misma encrucijada que Espósito, la que en las primeras páginas ya se deja vislumbrar: tener sed, estar sediento (de algo), desear con ansia, un deseo ardiente, un anhelo.
(Carlos Alonso, Inventario II, 1979)
Por su parte, el autor, finalmente dejó el alcohol en 1974, creyendo a su vez, que ya no tenía nada para decir en la literatura. Pero con El que tiene sed, Abelardo Castillo, corta con ocho años de retiro, desplegando con gran potencia expresiva una de las claves fundamentales en su vida.
*(Abelardo Castillo, 1969. Con su máquina de escribir Underwood. Fotografía extraída de su diario personal)
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